Por Adam Smith

Si se observan las comodidades del más común de los artesanos o jornaleros en un país civilizado y próspero se ve que el número de personas cuyo trabajo, aunque en una proporción muy pequeña, ha sido dedicado a procurar esas comodidades supera todo cálculo.

Por ejemplo, la chaqueta de lana que abriga al jornalero, por tosca y basta que sea, es el producto de la labor conjunta de una multitud de trabajadores. El pastor, el seleccionador de lana, el peinador o cardador, el tintorero, el desmotador, el hilandero, el tejedor, el batanero, el confeccionador y muchos otros deben unir sus diversos oficios para completar incluso un producto tan corriente.

Y, además, ¡cuántos mercaderes y transportistas se habrán ocupado de desplazar materiales desde algunos de estos trabajadores a otros, que con frecuencia viven en lugares muy apartados del país! Especialmente ¡Cuánto comercio y navegación, cuántos armadores, marineros, fabricantes de velas y de jarcias, se habrán dedicado a conseguir los productos de droguería empleados por el tintorero, y que a menudo proceden de los rincones más remotos del mundo!

Y, también, ¡Qué variedad de trabajo se necesita para producir las herramientas que utiliza el más modesto de esos operarios! Por no hablar de máquinas tan complicadas como el barco del navegante,
el batán del batanero, o incluso el telar del tejedor, consideremos sólo las clases de trabajo que requiere la construcción de una máquina tan sencilla como las tijeras con que el pastor esquila la lana de las ovejas. El minero, el fabricante del horno donde se funde el mineral, el leñador que corta la madera, el fogonero que cuida el crisol, el fabricante de ladrillos, el albañil, los trabajadores que se ocupan del horno, el fresador, el forjador, el herrero, todos deben agrupar sus oficios para producirlas.

Si examinamos, análogamente, todas las distintas partes de su vestimenta o su mobiliario, la tosca camisa de lino que cubre su piel, los zapatos que protegen sus pies, la cama donde descansa y todos sus componentes, el hornillo donde prepara sus alimentos, el carbón que emplea a tal efecto, extraído de las entrañas de la tierra y llevado hasta él quizás tras un largo viaje por mar y por tierra, todos los demás utensilios de su cocina, la vajilla de su mesa, los cuchillos y tenedores, los platos de peltre o loza en los que corta y sirve sus alimentos, las diferentes manos empleadas en preparar su pan y su cerveza, la ventana de cristal que deja pasar el calor y la luz pero no el viento y la lluvia, con todo el conocimiento y el arte necesarios para preparar un invento tan hermoso y feliz, sin el cual estas regiones nórdicas de la tierra no habrían podido contar con habitaciones confortables, junto con las herramientas de todos los diversos trabajadores empleados en la producción de todas esas comodidades; si examinamos, repito, todas estas cosas y observamos qué variedad de trabajo está ocupada en torno a cada una de ellas, comprenderemos que sin la ayuda y cooperación de muchos miles de personas el individuo más insignificante de un país civilizado no podría disponer de las comodidades que tiene, comodidades que
solemos suponer equivocadamente que son fáciles y sencillas de conseguir.

Es verdad que en comparación con el lujo extravagante de los ricos su condición debe parecer sin duda sumamente sencilla; y sin embargo, también es cierto que las comodidades de un príncipe europeo no siempre superan tanto a las de un campesino laborioso y frugal, como las de éste superan a las de muchos reyes africanos que son los amos absolutos de las vidas y libertades de diez mil salvajes desnudos.

Fragmento tomado del Capítulo I del libro «Una investigación sobre la naturaleza y causas de la riqueza de las naciones» de Adam Smith. Publicado en 1776.

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