Por Ilxon R. Rojas

La obra de John Gray es un texto cuyo contenido se halla atravesado por una dura crítica contra todas aquellas ideas y estimaciones positivas que se han tenido y se tienen, respecto al fenómeno de la modernidad. Es un manifiesto que expresa una importante aversión hacia todo lo que implica, y que culturalmente es considerado, como parte de ser moderno. Pero esta no una aversión caprichosa, es animosidad bien fundada, pues el autor desplaza páginas enhebrando un argumento tras otro, recogiendo hechos históricos y citas pertinentes, contrastando teorías, opiniones y referencias de conflictos sociales, religiosos, políticos e ideológicos, conformando así, una tesis que se presenta a todas luces interesante y enriquecedora para comprender los entresijos con los que se configura nuestro presente y su acostumbrada afabilidad en torno al significado de lo moderno.  

En tal sentido, cabe señalar que el norte de tal argumentación, está orientado a refutar, tal como ha de esperarse, dos de los temas centrales a partir de los que se construye su crítica. El primero es el tema concerniente a la propia idea de progreso inherente a los estándares modernos, y el segundo, gira en torno a los procesos de ideación de lo moderno, que se proyectan desde las esferas del mundo intelectual.

  1. La idea de progreso  

La expectativa de que la comunidad humana se encamina cada vez más, de forma paulatina y contundente, hacia un destino mejor, hacia un modelo de sociedad superior a lo visto en épocas previas (y hablando de modernidad, especialmente en detrimento de la época medieval) es solamente una ficción que es propia de la cosmovisión moderna, o en otras palabras, parafraseando al autor, diríamos que la idea de progreso constituye uno de los mitos más arraigados en la cultura occidental, el mito de que la ciencia y los valores asidos en la ilustración, son los que nos salvan de los supuestos vestigios antimodernos que sobreviven en oriente y otras zonas anti-ilustradas del mundo; es la ilusión occidental de germen eurocéntrico de creer que solo nuestros valores, los valores ilustrados, son los que permiten a la humanidad poder ser concebirse libres, emancipados, semejantes y más aún, capaces de hacerse cargo de su destino1.   

Esta “fe ilustrada” tal como le llama el autor, en tanto elemento que dota de identidad al paradigma moderno, con frecuencia se niega a sí misma, al no reconocer una de sus facciones vitales, en el sentido de la negativa a admitir que el surgimiento e implementación de sistemas políticos tan nefastos como el nazismo, el régimen soviético, así como el de los grupos radicales pertenecientes al fundamentalismo islámico, son agentes propios de la modernidad. No se consigue asimilar que estas doctrinas impregnadas de ostentosos totalitarismos y ácidas afrentas contra occidente, no son ensayos desfasados de procurar la concepción y el asentamiento de una radical retrospectiva del presente, ni tampoco configuraciones atípicas dirigidas por agentes extraños al escenario moderno, sino que en cambio, son producciones ideológicas puestas en marcha, bajo la total égida de dicha cosmovisión, a pesar de que se pretenda hacer ver, consciente o inconscientemente, de que esto no es así. Gray edifica toda una síntesis histórica mediante la que demuestra cómo estos agentes no son sino fenómenos típicos de las dinámicas sociopolíticas (y geopolíticas como el caso de la aventura soviética de intentar occidentalizar Rusia)2 inherentes a nuestra contemporaneidad. En efecto, señala el autor: “Todo aquel que dude de que el terror revolucionario sea una invención moderna se las ha arreglado para olvidar la historia reciente”3.

Cuestiona entonces, concatenando lo dicho arriba, la creencia y la autoconcepción de que todo proyecto, al ser moderno, tiene que ser bueno, en denostación de la presencia esos “tres proyectos” al considerarlos monstruosidades ajenas al paradigma. A razón de ello afirma Gray: “Es un error pensar que quienes se oponen a los valores liberales son enemigos de la Ilustración”4

Es en ese mismo orden de ideas, que se suele aducir, sobre todo por parte de los apologistas de la idea de progreso, que las fuerzas políticas del capitalismo democrático como la estadounidense, conforman una representación definitiva de la modernidad, pero esto es un hecho que quizá, no es otra cosa que una idea artificiosa, que ha sido alimentada luego por la tesis de Fukuyama.

Lo cierto es que tales democracias, son un resultado de lo que ocurrió cuando el proyecto soviético, cimentado en una economía de planificación central, fracasó y esas mismas esas ideas hicieron resurgir la cultura del libre mercado, y fue entonces cuando “se llegó a la convicción de que únicamente el «capitalismo democrático» al estilo estadounidense es auténticamente moderno, y de que está destinado a difundirse por todas partes”5.   

Un poderoso argumento que Gray emplea para destronar esa noción que se tiene en referencia al ideal moderno transparentado unívocamente en las potencias occidentales del mercantilismo avanzado, es la analogía que puede entreverse entre el fundamentalismo islámico, y la presencia del fundamentalismos religiosos (no menos anti-ilustrados y anticientíficos) que tienen una presencia e influencia notable en la política nacional de países como los Estados Unidos, a pesar de que su entramado legal comprenda un explicita y exigente juridicidad laica. Es fácil percatarse como en los Estados Unidos la laicidad es un ornamento, pues no es un secreto que en el ejercicio de su política subsiste, desde todas sus latitudes, un fundamentalismo ultraconservador, que se mantiene, por una parte, fraguando, y por otra, manifestado públicamente por sus representantes políticos, lo cual refuta por completo esa aparente laicidad. Por tal razón el autor infiere: “Estados Unidos es menos laico que Turquía”6

 Ahora bien, hemos abordado, muy sintéticamente, las primeras disertaciones del autor sobre la idea del progreso moderno, pero solo hemos bosquejado su crítica en cuanto a la idea de progreso en materia política. Es momento de que veamos ahora los cuestionamientos que vierte contra la modernidad en lo que respecta al progreso científico. 

  1. El ideal de progreso científico 

Hay dos mitos modernos involucrados este sentido, el primero tiene que ver con la idea ilustrada de que toda la humanidad se puede organizar basándose en el conocimiento científico, y el segundo (que a su vez comporta un reacción histórica al primero), es la idea romántica de que el mundo puede ordenarse y reordenarse mediante un mero acto de voluntad. El primero implica una fe en la razón y el segundo una fe en la reparación científica de la irracionalidad humana  y social. Ambos conforman sin duda, dos facciones del fenómeno moderno, pero cabe notar que en cuanto al segundo, a pasear de ser un movimiento reaccionario de la ilustración, no es comprendido como un atisbo, o si se quiere, un renacimiento, como pudiera pensarse, de la visión medieval que se debe mitigar; las civilizaciones medievales no atribuían a la naturaleza un configuración irracional, sino a la inversa, el mundo medieval, aunque estuviera atravesado por la fe (el mayor arquetipo de la sinrazón), consideraban a la naturaleza un creación racional, pues como bien afirma el autor, mezclaron el racionalismo griego y el teísmo judeocristiano7

Pero ahondemos un poco más sobre lo que expone Gray en referencia al primer mito señalado en el párrafo pretérito. La forma en cómo desarrolla su crítica y va enhebrando los argumentos, nos hace pensar que hay información consistente como para establecer dos grupos que abanderan el mito del progreso humano, partiendo desde luego, del positivismo decimonónico: el primer grupo, es el de los científicos sociales ilustrados del siglo XIX, estos son, los sociólogos; y el segundo, el de los economistas y otros intelectuales integrantes del Círculo de Viena.  

Ambos grupos, aún siendo el primero cronológicamente de previa aparición que el segundo, reciben la denominación de “los primeros modernizadores”, cuya fe en el positivismo y por tanto, en la autoridad de la ciencia sobre cualquier otra cosa, han influenciado sobremanera, tanto a los ideólogos e intelectuales de la izquierda como a los de derecha. 

Esta fe positivista, es en el fondo una pretensión de formular una especie de religión atea, humanista y cientificista, cuyos postulados o “mandamientos” podemos resumirlo es tres máximas: en primer lugar, que el devenir de la historia está gobernado por el imperio de la razón; en segundo lugar, que la ciencia es el único instrumento capaz de contrarrestar la escasez de origen natural (“una vez que esto se logre, los inmemoriales males de la pobreza y la guerra serán desterrados para siempre”); y tercer y último lugar, que la ciencia es un artífice del progreso total (esto incluye el progreso ético y político)8

En el marco de esta “teoría de la modernización”, saltan a la vista figuras como Saint-Simón, padre de socialismo utópico, como uno de sus pioneros, y aún con más presencia el nombre de Augusto Comte. Ambos constituyen el ápice de toda una corriente filosófica defensora de esta ideación, y a su vez, a quienes convenimos en agrupar dentro de los sociólogos positivistas mistificadores del ideal del progreso científico. 

En este grupo, el grupo de los sociólogos, el progreso social es considerado un subproducto del progreso científico. Esto implicaría la consecuencia de que el avance de la humanidad está mediado por que el conocimiento9. De tal suerte que no sería otra sino la modernidad, el escenario histórico superlativo donde se conjugan todos los elementos idóneos para el advenimiento del más espectacular progreso científico, ergo donde se llegaría a la transformación del mayor y más elevado progreso humano. Así los profetas del positivismo, mistificados por la fe en el poder de la ciencia, fueron más allá, afirmando una ingeniería social en la que el ser humano se convertiría en el “Ser Supremo”, y su modus vivendi estaría marcado ya no por los dogmas tradicionales del cristianismo en sus diversas ramificaciones, sino en un credo que llamaron la “Religión de la Humanidad”.  

Estos postulados absurdos y extravagantes, son después de todo, y así lo muestra el autor, manifestaciones prototípicas de las religiones laicas de posterior aparición, como es marxismo o el progresismo, pues antes que nada, sus bases doctrinales esta cimentadas por la fe en el conocimiento científico10

En cuanto al los positivistas del Círculo de Viena y otros intelectuales relacionados, no hay diferencia en el sentido de cómo asimilaron lo moderno, a pesar de que caminaban por senderos intelectualmente distintos; el dogma es el mismo que los sociólogos compartían: la sesgada excitación positivista en torno en la plena autoridad de la ciencia. 

Por otro lado, resulta curioso cómo los intelectuales de la economía positivista, se caracterizaron de escindirse de los postulados del liberalismo clásico fundamentado en el análisis de la historia y el cambio social como modelo teórico para las ciencias sociales (siguiendo a pensadores Smith y Ferguson), para considerar en cambio, que estas debían regirse por un modelo basado en las ciencias exactas11.

Este espectacular cambio de paradigma tuvo quizá su mayor representación en movimientos intelectuales como el positivismo lógico, en cuyas creencias podemos hallar aún más sofisticadas extravagancias que los sitúan a la par de las extrañas ocurrencias de los sociólogos decimonónicos. Especialmente en lo que se refiere a la radical aversión hacia la metafísica y religión y todo tipo de producción humana no vinculada con la empírea y la lógica per se. Sin embargo, hay que decir que el positivismo lógico llegó incluso más lejos que los postulados teóricos erigidos por Simón y Comte, pues estos aun admitían la importancia de los asuntos éticos y políticos para la humanidad, a diferencia de aquellos, que afirmaron no solo el rechazo a los saberes carentes de rigor científico, sino que también los declararon ni más ni menos que un absoluto sinsentido. A muestra de ello, Gray asegura que esa misma forma de concebir la realidad, ha aparecido luego en teorías místicas de filosofía del lenguaje como la ampulosa filosofía Wittgensteiniana12 .

De igual modo, ocurrió con la influencia del Círculo de Viena en los intelectuales e ideólogos de derecha durante la mayor parte del siglo XX, y es así que, es efecto, se puede vislumbrar en los pensamientos de teóricos de la economía, como por ejemplo, en uno de sus más prominentes representantes como lo fue, Milton Friedman. 

La herencia de la idea de progreso es una marca casi imborrable; podemos ver su huella en todos los libros tradicionales con los que nos educaron, ocasionado en nosotros una noción romántica y esperanzadora en relación a que el avance de nuestras sociedades es desde todos los puntos de vista, un advenimiento providencial, unívocamente moderno. Por eso los escritos como los del Gray, son pertinentes para repensar todo lo que habíamos creído o nos habían hecho creer, sobre el significado de ser moderno. 

Notas:

 1.Gray, John. Al Qaeda y lo que significa ser moderno . Barcelona: Paidós, 2003 p. 16

2. Ibíd. p. 18

3. Ibíd. p. 14

4. Ibíd. p. 28

5. Ibíd. p. 15

6. Ibíd. p. 39

7. Ibíd. p. 29

8. Ibíd. pp. 43-44

 9.Ibíd. p. 45

10. Ibíd. pp. 51-52

11. Ibíd. p. 59

12. Ibíd. p. 58

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